Por: Massiel Reyes-Lecont
En este país nuestro, donde el plátano es verde hasta que se fríe y el calor no se negocia ni en invierno, hay una disciplina olímpica que todavía el Comité Internacional no ha reconocido: el lanzamiento de la puya. Y mire, aquí hay gente que la practica con tanta destreza que debería haber ligas profesionales, con medallas y todo.
Pero, ¿por qué la gente tira tanta puya? Sencillo: porque decir las cosas de frente requiere dos ingredientes escasos en algunos profesionales: valor y honestidad. Mucha gente prefiere la vía fácil: lanzar la indirecta y hacerse el loco. Así se sienten valientes sin correr el riesgo del cara a cara. Es como jugar dominó con fichas prestadas: mucha bulla, pero poca sustancia.
Porque la puya en este país no se come aparte: viene incluida en el menú, justo al lado del arroz, la habichuela y la carne. Y cuidado, que a veces llena más que la misma comida.
Ahora, cuando la puya se muda al ámbito laboral, la cosa se pone interesante. El jefe que lanza indirectas en plena reunión: “Aquí hay empleados que confunden la hora de entrada con la hora de desayunar”. El colega que suelta la suya en tono de chiste: “Menos mal que algunos mandaron el informe… aunque se notó que lo hicieron con chatGPT”. Y el departamento entero se ríe nervioso, porque todos saben a quién le tocó el tablazo.
Lo curioso es que esos mismos “tiradores olímpicos de puya” suelen ser gente con títulos y maestrías colgando en la pared. Pero viendo su nivel de madurez, uno piensa: “¿Será que esos diplomas los rifaron en una tómbola junto con una batidora y un juego de sábanas?” Porque para algunos, el título no les sirvió ni para aprender a decir las cosas de manera adulta.
Y no hablemos de lo que pasa cuando se usa la palabra “bruto”. Esa sí que es mágica. Porque lo que más ofende a un bruto es que le digan bruto. Brinca, patalea y hasta te escribe un correo de tres párrafos defendiendo su “capacidad intelectual”. Pero ahí mismo uno confirma la teoría de mi abuela: “El que no es, no se ofende”.
Mientras tanto, la oficina sigue igual: un coliseo de gladiadores donde las espadas son indirectas, los escudos son sonrisas hipócritas y el público aplaude cada puyazo bien lanzado.
En conclusión, la puya dominicana es más que un chiste: es un espejo. Refleja el miedo a ser frontal, la costumbre de disfrazar la verdad y la falta de coraje para asumir lo que se piensa. Entre risas, carcajadas y hasta malestares, ahí seguimos: viviendo en un país donde nadie muere de una puya, pero más de uno queda marcado.
Y si mañana declaran la puya como deporte nacional, yo no tengo dudas: en la categoría laboral, ganamos medalla de oro.
EXCELENTE
ResponderEliminarGracias por leerme. Lo hace excelente que personas como tú consuman este contenido.
EliminarMi escritora favorita
ResponderEliminarNo se quien eres, pero me honra leerlo.
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