Por Massiel Reyes Leconte
Hay trabajos donde uno se siente útil, valorado, con propósito. Y hay otros… donde el mayor logro del día es no lanzar la computadora por la ventana.
Si últimamente has desarrollado una relación de odio pasivo con tu escritorio, si suspiras mirando el reloj a las 9:07 a.m. y piensas “¿cómo es posible que aún falten ocho horas?”, felicidades: estás experimentando los primeros síntomas de la depresión laboral, esa mezcla entre cansancio, frustración y ganas de desaparecer por una temporada “sin goce de sueldo”.
No hace falta un diagnóstico clínico para saberlo: cuando el cuerpo llega arrastrándose al trabajo y el alma se queda en casa viendo series, algo no anda bien.
De repente, el café ya no levanta. Las reuniones parecen capítulos de una serie que nunca termina. Tu jefe repite las mismas frases motivacionales y tú solo piensas:
“Si la motivación fuera dinero, aquí todos estaríamos quebrados.”
Y ahí estás tú, fingiendo interés mientras por dentro ensayas tu discurso de renuncia entre PowerPoints y planillas de Excel.
Tu sonrisa de oficina se activa solo por reflejo, como el Wi-Fi.
El olor del comedor te genera respuestas emocionales negativas.
Tus frases más usadas son: “¿Qué día es hoy?” "¿Falta mucho pal' cobro? ¿Cuanto faltan pa' la 5:00pm?
Cuando te preguntan “¿cómo estás?”, respondes “aquí… sobreviviendo”.
Y empiezas a pensar que el sonido de las notificaciones del correo debería venir con advertencia sanitaria.
Si te sientes identificado, tranquilo, no estás roto. Estás listo para un cambio.
Nos enseñaron que hay que aguantar. Que “el trabajo es el trabajo” y que la estabilidad es lo más importante. Pero seamos honestos: ¿de qué sirve la estabilidad si lo que está estable es tu ansiedad?
Renunciar no es rendirse. Es reconocer que mereces estar donde no tengas que usar tu energía vital solo para no explotar.
A veces el cuerpo grita lo que el correo no se atreve a decir:
“Ya no puedo con esto.”
Y está bien. Se vale cerrar etapas, archivar capítulos, y hasta dejar plantado al estrés con una carta de renuncia en la mano.
Una vez que te atreves a soltar, pasa algo curioso: El aire se siente más liviano.
El lunes deja de ser una amenaza Y hasta el café vuelve a saber rico. No, no es magia. Es paz. Y esa no la venden en Recursos Humanos.
La depresión laboral no es flojera ni drama: es un grito silencioso de agotamiento. Es lo que pasa cuando damos más de lo que tenemos, durante demasiado tiempo, en un entorno donde lo emocional se ignora “porque hay que cumplir”.
Por eso, si el trabajo ya no te suma, no esperes a que te reste la salud.
El cambio puede asustar, pero quedarse donde no floreces termina marchitándote.
Así que, si estás dudando entre otro lunes gris o una nueva historia, recuerda:
No todo lo que se pierde es un empleo.
A veces "perder" el trabajo es la forma más elegante de ganarte a ti mismo.
El cambio puede doler… pero quedarse donde no hay vida, duele más.
Así que, antes de tomar otro café o mandar otro correo con cara de “estoy bien”, hazte la pregunta clave: “¿Esto me suma o me apaga?”
Si la respuesta es “me apaga”, ya sabes lo que toca: encenderte tú.
👏🏻👏🏻👏🏻
ResponderEliminarExcelente artículo
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