OPINIÓN
Luces hay, pero aquí se cruza cuando el agente lo permite.
Por Massiel Reyes Leconte
En cada esquina importante de la ciudad, hay una escena que se repite con puntualidad criolla: tres luces colgando —rojo, ámbar y verde— marcando el ritmo del tráfico, mientras justo debajo, dos o tres agentes de la Digesett dirigen el tránsito como si las luces no existieran.Y entonces uno se pregunta: ¿y los semáforos, para qué son? ¿Para adornar? ¿Para confundirnos? ¿O simplemente para recordarnos que la automatización nunca le ganó a un silbato?
En teoría, los semáforos están diseñados para regular el flujo vehicular de forma ordenada y predecible. Son un invento que lleva más de un siglo funcionando en ciudades del mundo entero. Pero aquí, parecen estar de adorno. Como si fueran parte del mobiliario urbano, una decoración navideña permanente. Porque la autoridad verdadera es el agente que, parado en el centro de la intersección, decide que el rojo no aplica, que el verde puede esperar, y que su brazo tiene más poder que cualquier tecnología moderna.
No es raro ver que cuando el semáforo da paso, el agente lo niega. O viceversa. Lo que genera no solo confusión, sino también frustración. Porque uno no sabe si seguir la lógica del semáforo o el criterio del oficial. Y lo peor es que cualquiera de las dos puede terminar en un pito, una multa o, con suerte, solo una mirada fulminante.
Resulta irónico que, muchas veces, cuando no hay agentes, el tránsito fluye con más normalidad. Como si las luces, libres de intervención humana, pudieran cumplir su propósito sin interrupciones.
No se trata de restar valor al trabajo de quienes deben velar por el orden vial. Pero tampoco podemos ignorar que la coexistencia caótica entre semáforos y oficiales crea más desorden del que resuelve. Y da la impresión de que, en lugar de confiar en la lógica del sistema, seguimos apostando por la improvisación del momento.
Quizás algún día entendamos que respetar el semáforo no es solo una cuestión de obedecer una luz, sino de confiar en que hay reglas que, si todos seguimos, pueden mejorar nuestra forma de movernos… y de vivir.
Mientras tanto, seguiremos en esta comedia diaria, donde el semáforo da paso, pero el silbato es el que manda.

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