Por: Massiel Reyes-Lecont
La tierra nos despertó y no fue con café.
Mientras algunos ni se enteraron —quizás porque el cansancio los había vencido y dormían profundamente sobre la mesa o el sofá—, otros despertaron sobresaltados con el corazón latiendo más rápido que cuando escuchas un motor acercarse en una calle solitaria. Hubo quienes pensaron que se trataba de un mareo momentáneo, hasta que vieron que las lámparas se movían solas. Y por supuesto, también estuvieron los que reaccionaron con una mezcla de susto y oración. Porque cuando la tierra tiembla, la fe se activa, aunque esté en modo silencio desde hace tiempo.
Y como buenos dominicanos, el susto no detuvo la creatividad: en menos de cinco minutos ya circulaban memes, audios dramáticos y teorías del fin del mundo. Porque si algo sabemos hacer, además de sobrevivir a los apagones y al tránsito, es reírnos... incluso cuando la tierra tiembla.
El temblor fue un recordatorio silencioso de que no tenemos el control de todo. Nos movemos por la vida como si todo estuviera garantizado, y bastan unos segundos de incertidumbre para que la realidad nos devuelva la humildad. Hay un instante, justo después del miedo, en el que el silencio pesa. Un momento en que nos hacemos preguntas incómodas pero necesarias: ¿estoy viviendo con propósito? ¿estoy en paz? ¿tengo algo pendiente que he ido posponiendo por costumbre?
Hay quienes afirman que el susto duró más que el temblor. Y tienen razón. Porque aunque la vibración fue breve, la reflexión nos ha durado horas. Una lección clara (y gratis, sin necesidad de coach motivacional): vivimos corriendo, distraídos, olvidando lo esencial. Hasta que algo —una sacudida, un susto, un silencio inesperado— nos obliga a mirar alrededor, a mirar hacia adentro.
Anoche fue una sacudida oportuna. Un llamado, quizás breve, pero suficiente para despertarnos —de cuerpo, mente y espíritu—. De esas que no se avisan, pero que llegan justo a tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario