De púlpitos a parlamentos, de quirófanos a aulas, la IA está siendo usada más que el sentido común... y a veces más que el café.
Por: Massiel Reyes Leconte, cronista de lo insólitamente cotidiano
Hay un nuevo protagonista en la historia moderna, y no tiene corazón, ni estómago, ni un solo cabello que peinarse: la Inteligencia Artificial. Y no es que haya llegado de visita... es que ya se instaló, puso su oficina, trajo su taza y hasta pidió clave del WiFi.
Desde políticos que escriben discursos en dos clics hasta ingenieros que ya no dibujan sino en simuladores, el uso de la IA ha cruzado todos los sectores. Incluso en espacios más solemnes —dígase entornos espirituales o académicos— ya hay quienes, en lugar de esperar inspiración divina o meditar en una biblioteca, abren un chat de IA y escriben: “Hazme algo bonito sobre el amor, pero con impacto, y que tenga un versículo, porfa”.
Del alma… a la nube
Y no es para juzgar. De hecho, ¡es entendible! ¿Quién no ha sentido la tentación de pedirle a la IA que resuma ese libro larguísimo, que redacte el discurso de fin de año o que prepare el mensaje del culto con referencias bíblicas y ejemplos modernos? ¡Si lo hace rápido, bonito y sin faltas de ortografía!
Lo curioso es cómo hemos empezado a tercerizar el pensamiento. Lo que antes requería reflexión, diálogo, dudas, papel y borrador… ahora se resuelve con un buen prompt y un clic. Así, líderes, maestros, guías espirituales, médicos, abogados y hasta poetas están comenzando a usar esta herramienta no solo como ayuda, sino como primera opción. O única.
Más IA que intuición
Y en la política, no es diferente. Algunos discursos parecen tan genéricos, tan perfectamente ambiguos, que sólo pueden haber sido escritos por una IA... o por un político tradicional, lo cual hoy en día es casi lo mismo.
La tentación del atajo
La IA es brillante, útil, rápida y (a veces) más paciente que un maestro de yoga. El problema no es ella. El problema es que algunos están usándola como muleta para no caminar. Como si tener cerebro fuera opcional. Y no lo es. Porque aunque la IA sepa muchas cosas, no tiene sentido común, conciencia ni empatía humana. Si lo dudas, preguntale a una IA cómo consolar a un niño que acaba de romper su juguete favorito. Spoiler: no lo hará mejor que un abrazo.
Porque la IA puede darte una receta, pero no la sazona como tú. Puede escribirte un discurso, pero no conoce tu historia. Puede darte un mensaje, pero no siente lo que tú sientes.
¿Y entonces qué? ¿Desenchufamos todo?
¡Tampoco así! Se trata de equilibrio. La IA es como una licuadora: útil, práctica, potente… pero tú decides qué ingredientes echarle. No puede pensar por ti. Ni amar por ti. Ni sentir responsabilidad por lo que tú decides copiar y pegar.
Así que estimado lector, sí, usémosla. Pero que no sea ella quien nos use a nosotros. Que sea una herramienta, no el cerebro sustituto. Y si un día te sorprendes diciendo “Déjame pensar…” y luego abres ChatGPT, respira hondo y recuerda: también puedes pensar tú solito. Es gratis. Y todavía funciona.
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