Hay momentos en la vida en los que te esfuerzas al máximo, haces lo correcto, te levantas temprano, planificas cada paso, y aún así… las cosas no salen como pensabas.
Esa sensación de haberlo dado todo para obtener algo distinto puede ser profundamente desconcertante.
A veces no se trata de personas, sino de situaciones: un proyecto que no funcionó, un cambio que no llegó, una meta que parecía alcanzable y se desvaneció.
En ocasiones, lo que pesa no es lo que ocurrió, sino lo que creíste que iba a pasar.
Y ahí nace esa incomodidad, ese desencanto silencioso que nos cuesta nombrar.
Tener expectativas no es un error. Es parte de nuestra humanidad. Lo que sí puede ser dañino es cargar con ellas como una única forma válida de que las cosas se desarrollen. Cuando creemos que solo existe una manera de que todo funcione —la nuestra—, cualquier otro resultado se siente como un fracaso, cuando en realidad puede ser una redirección.
La vida, con toda su complejidad, no siempre responde con lógica. A veces lo que no ocurrió te protegió, te preparó o te enseñó algo que no habrías aprendido de otro modo. Es duro, lo sé. Pero también es real.
Quizá este no es el camino que soñaste, pero sí el que estás destinado a caminar para crecer, descubrirte y, eventualmente, florecer.
Y aunque la decepción sea legítima, también lo es la posibilidad de resignificarla.
Confía: hay belleza en lo que no entendemos de inmediato. Y hay paz cuando aceptamos que no todo debe cumplirse como lo visualizamos para tener sentido.
“Confía en el Señor con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia.”
— Proverbios 3:5
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