Hay días que inician pesados. Desde que abres los ojos, la mente se llena de pendientes, responsabilidades y preocupaciones. La carga laboral, los compromisos personales, los estudios y la vida misma a veces parecen demasiado. El estrés se acumula, las fuerzas flaquean y, sin darte cuenta, el desánimo se instala en tu corazón.
Pero algo he aprendido: el día no tiene que terminar como empezó.
A veces, ese cambio viene cuando tomamos un respiro y decidimos soltar lo que no podemos controlar. Otras veces, simplemente sucede sin que lo busquemos: una risa espontánea, un abrazo sincero, la satisfacción de haber avanzado un poco más o el simple hecho de llegar al final del día con la certeza de que Dios estuvo contigo en cada paso.
No importa cómo haya comenzado tu día; lo importante es que Dios siempre tiene la última palabra. Él puede transformar el cansancio en descanso, la preocupación en confianza y la tristeza en gozo.
Así que si hoy sientes que el peso del día es demasiado, recuerda esto: todavía no ha terminado. Tal vez al final del día, cuando menos lo esperes, algo suceda que te saque una sonrisa y te recuerde que cada jornada es una nueva oportunidad para ver la fidelidad de Dios en acción.
Confía. Descansa. Y deja que Dios haga lo suyo.
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