La emotiva ceremonia de bachillerato de PREPARA en el Centro Educativo La UREÑA recordó que la educación transforma, no importa la edad ni las circunstancias.
Por: Massiel Reyes Leconte
Una ceremonia de graduación puede parecer un evento más en el calendario escolar, pero hay actos que no solo celebran logros: celebran vidas que decidieron no rendirse.
Tuve el honor de ser Maestra de Ceremonias en la graduación de la Escuela LA UREÑA, del programa PREPARA, donde 35 nuevos bachilleres recibieron su certificado. Y aunque en teoría iba a conducir un acto académico, lo que viví fue algo mucho más grande: un desfile de historias, luchas, esfuerzos y sueños cumplidos. Cada nombre que anunciaba tenía una historia detrás. Cada aplauso contenía años de esfuerzo y sueños postergados que por fin se hacían realidad.
Allí estaban ellas: mujeres con vestidos largos, maquillaje digno de gala y una toga cubriéndolo todo, excepto el orgullo. Entre el público, los hijos pequeños miraban a sus madres subir al escenario. Más que recibir un título, ellas daban una lección silenciosa: “sí se puede”. Vi a una en particular, que sostenía con fuerza el diploma mientras sus ojos buscaban a su hija en el público. No hizo falta que dijera nada. El gesto hablaba por sí solo.
También vi a hombres con traje y corbata. El símbolo de elegancia para ese día especial contrastaba con sus historias diarias de esfuerzo: trabajar largas jornadas, cumplir en casa y luego correr al aula a ganarle una batalla al cansancio. Varios llegaron tarde. Solo les dieron una o dos horas en el trabajo para celebrar. Pero eso no les quitó la emoción de estar allí. Como si por fin alguien les dijera: “lo lograste, valió la pena”.
El estudiante de mayor excelencia no era un adolescente. Era un caballero que sobrepasaba los 49 años. Cuando lo llamé al frente y vi sus pasos firmes, sentí cómo se me apretaba el pecho. Pensé en lo que tuvo que vencer para llegar ahí: miedo, tiempo, cansancio, responsabilidades. Él no solo se graduó: nos enseñó que nunca es tarde. No conozco toda su historia, pero su andar pausado, su mirada firme y sus manos temblorosas hablaban más que mil palabras. Ese diploma era su medalla de guerra.
Y sí, los profesores y directivos también estaban allí, algunos con ojeras, otros con sonrisas que no se les quitaban ni con el cansancio acumulado. Porque formar adultos no es tarea fácil. Implica más que enseñar: implica acompañar, animar, insistir y muchas veces, creer por ellos hasta que crean por sí mismos. Ellos también se graduaron ese día. En humanidad, paciencia y entrega.
Lo que viví ese dia no fue solo una entrega de diplomas. Fue una celebración del espíritu humano. Una demostración de que la educación sigue siendo una herramienta de transformación poderosa, especialmente para quienes no tuvieron la oportunidad a tiempo, pero decidieron darse una segunda oportunidad.
Desde el escenario, vi cómo una generación de adultos se alzaba, no solo con títulos, sino con dignidad. Y entendí algo que no se enseña en libros: los sueños no tienen fecha de vencimiento. Solo esperan que nos atrevamos a ir tras ellos.
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