Por: Massiel Reyes-Lecont
En este país hay una institución paralela que funciona mejor que muchas oficiales: el tribunal de la opinión pública. No tiene edificio, pero opera 24/7. No exige pruebas, pero sí conclusiones. Y no investiga… interpreta. Aquí basta con un “yo oí” o un “eso se ve raro” para dictar sentencia definitiva, sin defensa ni réplica.
Porque la difamación criolla no es malintencionada —según quien la practica—, es “preocupación genuina”. Empieza suave: “Yo no estoy diciendo nada, pero…” y termina con una biografía completa del acusado, incluyendo intenciones ocultas, errores pasados , futuros y una condena moral que nadie solicitó. Todo eso sin haber cruzado una sola palabra con el protagonista de la historia.
El problema es que en este juicio nadie quiere el cuento completo. El cuento completo cansa, exige atención, tiene matices y zonas grises. Mucho más cómodo es quedarse con el resumen mal contado: una foto fuera de contexto, un silencio malinterpretado, una sonrisa que no combinaba con la expectativa colectiva. Y así se arma una novela intensa… escrita por gente que solo leyó el título.
Aquí se juzga como quien prueba un sancocho con una cucharada fría y decide que quedó malo. No importa si el fuego estaba bajo, si faltaban minutos o si la receta no era para ese paladar. El veredicto es inmediato y, por supuesto, compartible con entusiasmo.
La ironía está en que muchos de estos jueces se sienten moralmente invencibles, como si la vida nunca fuera a ponerlos en una esquina parecida. Hablan con la seguridad del que cree que siempre haría “lo correcto”, sin considerar que la vida real no viene con instrucciones claras ni decisiones cómodas.
Mientras tanto, al acusado se le exige explicación pública, comunicado emocional y justificación detallada. Porque ahora parece que todo el mundo cree tener derecho a entender procesos ajenos, aunque no haya preguntado con respeto ni escuchado con verdadera intención.
Lo que suele olvidarse —y aquí se baja un poco la risa— es que la gente carga batallas que no se publican. Hay silencios que son autocuidado, decisiones que son supervivencia y pausas que no necesitan permiso colectivo.
Así que la próxima vez que llegue el chisme caliente, recién sacado del colmado digital, quizá convenga bajar la cuchara, guardar el martillo imaginario y recordar algo simple: sin el cuento completo, lo único completo es la imaginación.
Y al final, como siempre pasa, el tiempo —ese juez callado y paciente— termina poniendo a cada quien en su lugar, sin necesidad de comentarios ni sentencias improvisadas.




