Por : Massiel Reyes-Lecont
Vamos a decirlo sin tanto rodeo: la gente no se quema por trabajar. No, señor. Si fuera por trabajar, este país tuviera más gente brillando que una vitrina de Navidad. Lo que quema es otra cosa: la improvisación crónica, esa enfermedad silenciosa que hace que las oficinas funcionen como si cada día fuera un episodio nuevo de una serie donde todos improvisan el guion.
Ahí es que empieza el burnout: no en la tarea, sino en la falta de dirección. No en el esfuerzo, sino en ese eterno bombero emocional que uno tiene que activar para apagar fuegos que ni siquiera prendió. Y cuando esa rutina se normaliza, cuando el caos se institucionaliza como si fuera una tradición laboral más, algo se rompe. Y lo que se rompe, casi siempre, es la gente.
Porque la cultura del drama —ese cortisol corporativo que se respira desde el pasillo— termina empujando al talento en dos direcciones: o se va, o se apaga. Así, sin intermedio. Y perder talento no es solo un problema de recursos humanos; es un problema de futuro. De competitividad. De calidad.
Vamos a admitirlo: trabajar no es el problema. El problema es trabajar sin planificación, sin claridad, sin respeto al tiempo (propio y ajeno), sin procesos que funcionen más allá de la buena voluntad del día. El problema es que algunos lugares confunden urgencia con productividad, estrés con eficiencia y sacrificio con excelencia.
La buena noticia es que esto tiene remedio. Y no, no es el yoga de los viernes ni el cafecito motivacional que ponen en la mesa de reuniones. Lo que cura el agotamiento no es la frase bonita en la pared, es la organización. Es tener metas claras, roles definidos, procesos reales y deadlines que no provoquen que el alma quiera salirse por el oído.
Porque cuando el trabajo tiene estructura, la creatividad florece. Cuando hay planificación, la gente respira. Cuando hay orden, el talento se queda… y brilla.

